Temo escribir.

  



    Temo escribir como ahora. Porque irremediablemente las letras me evocan el pensamiento y sin pedir permiso escupen tintes de mis sentimientos, los dañinos.

Entonces, me asusta lo que sale, lo que emito. No precisamente porque temo que otros me lean -o me descubran-, sino que temo sentirme humillada al leer el espejo de mis palabras.

O quizás resulte para bien.
Pueden, y por qué no, surgir palabras increíblemente positivas de esta prosa inexperta, ociosa (ansiosa), que surjan frases clichés, de las que me tatuaría, inspiradas en aquellos libros de autoayuda que ayer regalé.

La cuestión es que no lo sabré. Aquí voy yo, no sé que voy a escribir, y no sé de que se trata. Sólo sé que lo desconocido me asusta. Lo hago con el solo propósito de experimentar, porque necesito una salida que me haga recordar y un aliento que me haga caminar. 

Mis propósitos aquí no son específicos, son meramente generales y atenderán mi enlace fisiológico-mental. Porque sí, hoy me siento mal.

Necesito suspirar, es decir, divagar.

La verdad es que, temo que al releer(me), cuando pretenda editar estas tonterías, sentir cosas "feas", inaceptables, inadecuadas. Tocar timbres que atienden a los traumas.

Aquellos pensamientos erróneos que no quiero tener. Incoherentes con mi cara fría, con el temple fuerte que me tardé en cosechar. Incongruentes, al fin, con mi aguante ante la angustia, incompatibles con la dura costra que tengo desde que manejo el arte del "vivir con ello", también conocido como, el sutil arte de vivir, muy al pesar, de ello.

  Y es que mi fe está en mis palabras y en el poder que yo les confiera. Necesito, ahora, decir lo que no quiero escuchar. El subconsciente se las trae y yo vuelvo a mi fama de pesimista. El tiempo y la literatura me hizo tener 11 en la escala de Mohs, pero mientras escribo ahora me siento como talco hecho polvo. Sin razón alguna, aparente.

  Temo escribir porque se empiezan a ordenar la ideas. Aquellas que prefiero mantener en desorden, en desplome. En el anonimato, hasta para mí misma.

Me pasa que todo aquello que me resulta agobiante, lo olvido eventualmente, dejándolo pasar, poniéndole pausa. Aún con la consciencia de saberlo, lo olvido.

Cuando mi tiempo no se detiene, sino que mi tiempo está ocupado, haciendo las veces de curandero, mi mente bloquea la frustración, me concentro en lo otro, en lo siguiente. Pero es un guardar y no un cerrar. Las frustraciones las puedo postergar, es decir, minimizar. Pero allí están. Hasta que abro, como ahora, el baúl de los recuerdos -los míseros-, archivados en mi memoria de elefante. Salen a la luz si se los permito, cuando comienzo a pensar de manera prioritaria y cronológica, como ocurre cuando escribo. Y a eso temo.

Escribir me da miedo, y por tanto, me da miedo el desahogo. Porque siento que escupo veneno y que no tengo nada más para dar. Me parece que armar oraciones mientras me desnudo (el alma) tecleando, sintiendo y no pensando, es más contraproducente que no hacerlo, aunque drenar es lo típicamente sabio, según la sociedad.

Pero me da temor, y lo sé porque mi cuerpo se cohíbe. Uno no quiere apoyarse la existencia en aquella vieja lesión mal curada, por más fisioterapia mental que haya hecho. Temo abrir la herida, que tanto me costó cicatrizar.

Así como eduqué a mi mente a olvidar, la acostumbré a desviar…
Hoy el alma se niega, sin tregua,
a pesar de la noche paciente,
a subrayar lo que hay adentro. 

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